top of page

La crisis de la democracia estadounidense y el ascenso del proyecto neofascista MAGA

  • Foto del escritor: Gonzalo Santos
    Gonzalo Santos
  • 20 nov 2024
  • 19 Min. de lectura

Desde hace tiempo, otros analistas y yo hemos estado sonando la voz de alarma ante la inminente implosión del sistema político democrático de los Estados Unidos: cómo ha aumentado la probabilidad de presenciar un colapso de su duopolio político y la evisceración sistemática de sus pactos constitucionales federalistas de reparto del poder con respecto a los estados y las ramas co-iguales del gobierno, y su reemplazo por un nuevo modo de gobierno autoritario.


Durante más de dos siglos, el sistema democrático estadounidense, con sus muchos defectos y limitaciones, proporcionó una gobernanza democrática razonable, dentro de un sistema institucional elaborado de controles y contrapesos capaz de adaptarse a las cambiantes dimensiones geográficas y demográficas del país, abordar los desafíos internacionales y nacionales y ampliar periódicamente el contrato social para dar cabida a cualquier rebelión social que estallara exigiendo nuevos derechos. Se convirtió en el sistema más duradero de democracia republicana secular del mundo moderno, basado en el imperio de la ley, elecciones regulares libres y justas, la separación de la Iglesia y el Estado y la transición ordenada y pacífica del poder.


Se podría adoptar la opinión un tanto franca, como lo hizo el revolucionario ruso Vladimir Lenin a principios del siglo XX, de que este sistema de democracia estadounidense y todas las demás formas de “democracia burguesa” constituidas en Europa en ese momento eran, en realidad, “el caparazón perfecto para el dominio de clase” en una sociedad capitalista, sin quitarle importancia a lo dinámico, popular y duradero que se volvió ese tipo de sistemas. De hecho, la revolución bolchevique triunfó en la Rusia imperial precisamente porque carecía de un sistema de legitimación democrática burguesa para manejar la desastrosa derrota zarista en la Primera Guerra Mundial, que contrastaba marcadamente con la capacidad de la igualmente derrotada Alemania imperial para hacer la transición a la República de Weimar y, así legitimada, derrotar fácilmente la insurrección revolucionaria socialista que siguió (para gran sorpresa y decepción de Lenin y Trotsky).


De la misma manera, el gran pensador italiano Antonio Gramsci teorizó en la década de 1920 que la función principal de estos sistemas parlamentarios de democracia representativa era permitir y facilitar el establecimiento de alianzas entre clases o “bloques históricos” en cada país capitalista avanzado, todos ellos dirigidos por sucesivos sectores dirigentes de sus “élites de poder” (C. Wright Mills), numéricamente minúsculas y que dependen mucho más de su “discurso hegemónico”, su convincente visión del bien común, y el uso juicioso de su vasta riqueza para cooptar a las clases rebeldes, que del despliegue del aparato coercitivo del Estado para afianzar su dictadura de clase, asegurando mediante un liderazgo real el consentimiento –e incluso la participación entusiasta– de la mayoría, si no de todos, los estratos sociales subordinados en una sociedad capitalista. La fuerza debía utilizarse solo como último recurso, y cuando se usa eso indica más una crisis de legitimidad de las élites capitalistas que su capacidad de gobernar – esa es la pesadilla de las élites gobernantes “compradoras” en las zonas periféricas y semiperiféricas del sistema-mundo.


Sin duda, hay muchos ejemplos de momentos violentos de este tipo en la historia moderna de Estados Unidos, siendo el más significativo la Guerra Civil estadounidense, que condujo a la derrota de la Confederación y de su clase de plantadores esclavistas, que la inició. Pero también hay muchos ejemplos de la feroz represión del movimiento obrero, que no obstante condujo a su incorporación a la mitad demócrata del duopolio durante la era del New Deal. Lo mismo ha ocurrido con muchos otros movimientos sociales, sobre todo el movimiento afroamericano. En todos estos casos, la democracia estadounidense funcionó, aunque después de ardua lucha, para restablecer el equilibrio ampliando el contrato social para incluir a sectores sociales previamente excluidos. En otros países capitalistas, nominalmente democráticos, las cosas se salieron de control. Este es el caso del ascenso y la caída del fascismo en Alemania, España e Italia después de la Primera Guerra Mundial, todos derrotados en la Segunda Guerra Mundial, durante la transición de la hegemonía global británica en colapso a la hegemonía global estadounidense triunfante.


Lo que estamos afirmando aquí es que este dinámico, exitoso y duradero sistema de democracia estadounidense entró en una crisis visible –quizás terminal- a principios del siglo XXI. No describiremos en detalle el alarmante giro hacia unas libertades civiles fuertemente recortadas y la construcción de un Estado de Vigilancia tras el 11 de septiembre, 2001, o las desastrosas guerras territoriales en Asia que siguieron, o la crisis financiera al final de los dos mandatos de Bush Jr., todas ellas calamidades de primer orden que los demócratas liberales del establishment, como los senadores Hillary Clinton y Joe Biden, apoyaron y que el siguiente presidente, Barack Obama, administró de forma pésima.


Basta con decir que los demócratas liberales se obstinaron en seguir jugando bajo las reglas “bipartidistas” del duopolio que les habían resultado tan útiles en el pasado, cuando debería haberles quedado claro que la otra mitad no tenía intención alguna de seguir jugando a los juegos del duopolio. El Partido Republicano –su sector del establishment y su nueva ala radical del Tea Party– condujo a los demócratas, que se engañaban a sí mismos, por las narices con promesas vacías de colaboración, mientras bloqueaban prácticamente todo lo que proponía Obama –sobre todo abusando del filibusterismo en el Senado y bloqueando todos los proyectos de ley en la Cámara de Representantes cuando obtuvieron el control de ésta en 2011.


“Obamacare” (extensión del seguro médico) fue la única excepción, apenas lograda durante los dos primeros años de Obama en el cargo, un programa que, aunque fue diluido significativamente para atraer a los republicanos, fue aprobado con muy pequeño margen, sin un solo voto republicano ,en marzo de 2010. Después de que los republicanos obtuvieron el control de la Cámara de Representantes, nunca más se aprobó ninguna legislación significativa de Obama durante el resto de sus dos mandatos, incluyendo proyectos de ley de reforma migratoria integral, proyectos de ley a favor de los trabajadores, proyectos de ley a favor del control climático, proyectos de ley de infraestructura, etc. Obama siguió persiguiendo el fantasma del bipartidismo hasta el final.


En ese fracaso de los liberales para obtener resultados, entra Donald Trump en 2016 y su reinado del caos. Trump intentó repetidamente, sin éxito, derogar Obamacare, el programa DACA para los Dreamers (jóvenes indocumentados) y otras medidas ejecutivas. Se retiró del acuerdo nuclear con Irán y del acuerdo climático de París. Paralizó la OTAN y coqueteó con Corea del Norte y Rusia. Chantajeó a México con aranceles y se los impuso a China. Llenó la Corte Suprema de fanáticos religiosos. Intentó, sin éxito, reprimir violentamente las protestas del movimiento Black Lives Matter, protegidas por la Constitución, con el ejército. Intentó, y por un tiempo lo logró, separar a miles de familias solicitantes de asilo y enjaular a miles de niños refugiados, para luego perderles el rastro. Aprobó una reducción masiva de impuestos que favorecía a los superricos. Tuvo una grave pifia en su tardía y charlatana respuesta a la pandemia de COVID, que llevó a la muerte evitable de cientos de miles de estadounidenses. Y el hombre demostró ser un mentiroso patológico, un estafador corrupto, un provocador racista y apologista neonazi, un xenófobo rabioso y un misógino depredador. A la base del Partido Republicano le encantó todo esto y, con la ayuda de un formidable ecosistema mediático de propaganda derechista, racista, xenófoba, y patriotera, clamaba por más.


El 6 de enero de 2021, después de que Trump perdiera su candidatura a la reelección, quedó claro que la regla más sagrada del duopolio –la transferencia pacífica del poder– fue violada deliberadamente por uno de los dos partidos –el Partido Republicano, avasallado por su presidente insurreccional, Donald Trump. Lejos de que este y muchos otros episodios de flagrantes violaciones a la ley y graves delitos cometidos por Trump llevaran al partido a la contrición y rectificación, desterrando a Trump de la política o haciéndole rendir cuentas, Trump rápidamente reafirmó su control total del Partido Republicano. Y durante los últimos cuatro años de la tímida presidencia de Joe Biden, Trump ha sorteado y superado con éxito sus numerosos cargos y condenas por delitos graves, presentados antes y durante su ahora exitosa campaña de reelección. Ahora que ganó, puede y se perdonará a sí mismo si es necesario, así como a todos aquellos que asaltaron el Capitolio de Estados Unidos o fueron acusados ​​de malversación de fondos durante su administración anterior.


Hoy Trump regresa al poder triunfante, disfrutando de inmunidad casi absoluta, ya aprobada por adelantado por la Corte Suprema para cualquier delito que pueda cometer “oficialmente”, y buscando el control total de todas las ramas del gobierno federal y del Partido Republicano. Tiene la intención de prevalecer esta vez y poner al duopolio y a todo el gobierno federal “en cintura”. Tiene la mira puesta en desmantelar lo que él llama el Estado Administrativo, abolir departamentos federales enteros, revertir todas las acciones ejecutivas de Biden, intentar abolir Obamacare una vez más, desatar todo el poder de la represión estatal sobre millones de familias inmigrantes y comunidades de las diásporas, y reconfigurar el sistema de gobierno democrático duopoliano en un sistema monopólico y autoritario.


Intentamos entender cómo llegaron las cosas al punto en el que se encuentra; cómo es que este sistema político y de gobierno democrático, completamente institucionalizado y aparentemente inexpugnable –que funcionó tan bien durante el meteórico ascenso de Estados Unidos a la condición de potencia mundial en la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX, y luego cuando Estados Unidos alcanzó la hegemonía global a mediados del siglo XX y la conservó hasta bien entrada la década de 1980– diera un giro descendente tan empinado, primero yéndose hacia una polarización hiperpartidaria, luego hacia el caos ideológico y la disfunción gubernamental, todo ello coincidiendo con el fin del orden mundial bipolar que Estados Unidos había presidido triunfalmente durante medio siglo –la Pax Americana de la era de la Guerra Fría.


En retrospectiva, ahora resulta evidente que el declive y la pérdida de la hegemonía global de Estados Unidos no sólo llevaron a un mayor caos geopolítico y económico en el mundo, que afectó peligrosamente a la gobernanza mundial, sino que también desestabilizaron –quizás de manera irreparable– el propio sistema interno de política y gobernanza democrática de Estados Unidos.


Nada de esto se previó ni se esperaba. Ningún analista previó correctamente cómo terminaría la Guerra Fría: con la caída del Muro de Berlín en 1989, el colapso y disolución de la Unión Soviética en 1991 y la desaparición total del “campo soviético”, todo ello sin que se disparara una sola bala, por su propio peso muerto y de manera pacífica (con excepción de Yugoslavia y Chechenia).


En Occidente, especialmente en los Estados Unidos, prevaleció un sentido de reivindicación, triunfalismo y euforia, que supuestamente “probaba” la superioridad del American Way of Life, con intelectuales orgánicos del duopolio, como Francis Fukuyama, proclamando fantasiosamente “el fin de la historia”, y otros como Samuel Huntington advirtiendo con más cautela sobre el inminente “choque de civilizaciones” entre el Occidente “amante de la libertad” y las regiones emergentes con “valores incompatibles”, y por lo tanto la necesidad continua de que el Occidente liderado por los Estados Unidos cierre filas contra el resto.


Este debate interno, impregnado de eurocentrismo y excepcionalismo americano, continuó hasta los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en suelo estadounidense, que inclinaron el debate a favor de la perspectiva del “choque” y dieron a Estados Unidos una nueva misión global posterior a la Guerra Fría: la expansión, que requeriría estrategias militares agresivas, de la democracia y los valores occidentales en todo el mundo, todo en nombre de librar la llamada “Guerra Global contra el Terrorismo” y en contra del “Eje del Mal”.


El duopolio entero refrendó esta nueva misión mesiánica y respaldó abrumadoramente el lanzamiento de dos desastrosas guerras terrestres en Asia Central durante la presidencia de Bush Jr. –Afganistán e Irak– que pronto demostraron ser atolladeros interminables e imposibles de ganar que costaron billones de dólares para sostener, sacrificaron millones de vidas, desperdiciaron el prestigio estadounidense, casi llevaron a la quiebra a su economía y aceleraron, en lugar de revertir, el declive de la hegemonía global de Estados Unidos.


El presidente Obama –el “candidato de la paz” en 2008– tardó hasta finales de 2011 en sacar a Estados Unidos de Irak, sin obtener nada a cambio, mientras el hostil Irán ganaba enorme influencia allí. Y no logró sacar a Estados Unidos de la interminable guerra en Afganistán, que seguiría drenando tesoro, cobrando vidas y desperdiciando prestigio hasta que el presidente Trump negoció con el enemigo jurado talibán los términos de la ignominiosa retirada estadounidense al final de su mandato, y dejó al presidente Biden la tarea de ejecutar –mal– esa salida. Una vez más, el pueblo estadounidense quedó horrorizado ante el espectáculo de cuatro presidencias, de ambos partidos del duopolio, lanzando y pésimamente ejecutando dos guerras desastrosas y costosas sin absolutamente nada que mostrar a cambio de los seis billones (millones de millones) de dólares gastados en el transcurso de 20 años, excepto su humillante derrota y retirada.


Ese desastre geopolítico y económico por sí solo (incluido el colapso financiero que provocó en 2008) debería haber desencadenado una grave crisis del duopolio, como finalmente comenzó a ocurrir en 2015 con el impactante ascenso del trumpismo MAGA y el inesperado triunfo del a todas luces demagogo rabioso y charlatán de Trump en 2016. Y, sin embargo, esa no fue toda la historia.


Algo más estaba en juego corroyendo los cimientos del gobierno y el consenso del duopolio estadounidense y destrozando la tranquilidad interna de Estados Unidos, con raíces que se remontan a la propia era de la Guerra Fría, y que solo los académicos de la escuela de sociología histórica de la perspectiva de los sistemas mundiales teorizaron y predijeron correctamente (Wallerstein, Arrighi, Gunder Frank, Amin).


Para estos académicos, la “Revolución Mundial de 1968” en el sistema-mundo, que abarcó rebeliones sociales juveniles de todo tipo – en Occidente contra la guerra de Vietnam, el racismo, el sexismo y la homofobia, la cultura consumista superficial y rígidamente conformista hacia la autoridad; en el Este, contra la violenta supresión de la independencia y la libertad en Europa del Este por parte de la Unión Soviética, y la falta de libertad política en la propia Unión Soviética; y en el llamado Tercer Mundo, contra la traición de las aspiraciones de liberación nacional por parte de las superpotencias intervencionistas y de sus élites corruptas –  representaba un rechazo y una deslegitimación generalizados de las dos ideologías dominantes que sostenían ese orden mundial de la Guerra Fría: el liberalismo wilsoniano/del New Deal y el marxismo-leninismo (el fascismo ya había sido derrotado y desacreditado por completo después de la Segunda Guerra Mundial).


Aunque esta “revolución mundial de 1968” fue derrotada políticamente en los “tres mundos” y la Guerra Fría siguió adelante a buen ritmo, se puso en cuestión fatal e irreversiblemente la “geocultura” que legitimaba el orden mundial bipolar; y a su debido tiempo, esto llevaría al repudio generalizado del marxismo-leninismo en el campo socialista (antes el “Segundo Mundo”), que se derrumbó y desapareció en 1989-91. Ese monumental acontecimiento mundial ocultó el repudio más gradual del liberalismo wilsoniano/New Deal hegemónico mundial como ideología rectora no sólo en el “mundo libre” liderado por Estados Unidos, sino en Estados Unidos mismo. (En el Tercer Mundo, el repudio del autoritarismo condujo a diversas “primaveras” y “transiciones” democráticas en algunos países, y a la reafirmación enérgica del autoritarismo en otros.)


En la izquierda estadounidense, las semillas intelectuales habían sido plantadas en Estados Unidos por los intelectuales/activistas de la “Nueva Izquierda”: Herbert Marcuse y su discípula Angela Davis, Noam Chomsky, Saul Alinsky, Betty Friedman y Patricia Hill Collins, bell hooks y Gloria Anzaldúa, Stokely Carmichael (Kwame Ture) y Malcolm X, Bert Corona, Rudy Acuña y Juan Gómez-Quiñones, todos los cuales explicaron la necesidad de, validaron y alentaron las rebeliones antiimperialistas, feministas, laborales y étnicas de las décadas siguientes.


En la derecha estadounidense, las críticas antiliberales, hasta entonces marginadas, de Friedrich von Hayek, Ludwig von Mises, Leo Strauss, Ayn Rand y Milton Friedman empezaron a ganar terreno entre importantes sectores económicos y políticos de la élite del poder que se oponían a la doctrina liberal reinante de la economía política conocida como keynesianismo –la doctrina del New Deal que justificaba el “Estado del bienestar” regulatorio, intervencionista y redistributivo–, así como a la construcción de la “sociedad multicultural”, la difusión del feminismo y la “política de la identidad” tras los movimientos por los derechos civiles y de la mujer.


Incluso durante la presidencia de Richard Nixon –cuando Nixon dijo “ahora todos somos keynesianos” y su administración institucionalizó por primera vez todo tipo de políticas, programas e iniciativas de “acción afirmativa” para desactivar y cooptar la revuelta de los años 60 y principios de los 70–, el duopolio funcionaba como debía, bajo la hegemonía ideológica del liberalismo wilsoniano/del New Deal, con el conservadurismo como su avatar respetable, desempeñando el papel de “oposición leal” en un estatus perennemente minoritario en el Congreso.


Pero a partir del triunfo de Ronald Reagan en 1980 y el inicio de la llamada “Revolución Reaganista”, el espectacular ascenso de la derecha conservadora sobre la izquierda liberal se convirtió en una tendencia irreversible dentro del duopolio, invirtiendo el desequilibrio previo de poder ideológico y político.


A partir de entonces, el duopolio estadounidense comenzó a guiarse principalmente por las teorías fundamentalistas del mercado y anti-estatistas propuestas por los pensadores antiliberales ya mencionados. El Partido Republicano adoptó audazmente un programa agresivo de desmantelamiento de los programas y políticas redistributivos del New Deal, especialmente sus políticas de Estado de Bienestar y los programas destinados a ampliar el contrato social para incluir y beneficiar a las clases trabajadoras, las mujeres y los sectores sociales étnicos históricamente excluidos. Todos estos programas y políticas se consideraron ahora que fueron implementados a expensas de la plutocracia estadounidense, su tasa de acumulación de riqueza, y por lo tanto, la urgente necesidad de reemplazar la economía keynesiana por una versión sin trabas del capitalismo de mercado puro. Esto llevó al lanzamiento del proyecto de globalización corporativa en el extranjero y allanó el camino para el regreso a la era de los Robber Barons del capitalismo monopolista en el país.


La guerra ideológica contra el liberalismo del New Deal, el multiculturalismo y el feminismo despegó en Estados Unidos con la misma intensidad que la renovada Guerra Fría geopolítica contra la superpotencia socialista rival, que por entonces estaba estancada y tambaleante. El lado liberal del duopolio dejó de tener la iniciativa, tanto a nivel internacional como nacional.


La era Reagan/Bush padre de los años 1980 fue testigo de un ataque frontal al multiculturalismo y al feminismo, así como del resurgimiento de las tensiones de la Guerra Fría, con una dramática carrera armamentista destinada a llevar a la bancarrota y/o derrotar al “Imperio del Mal” soviético y reafirmar el dominio estadounidense en el hemisferio occidental a través de las guerras de contrainsurgencia de Estados Unidos en América Central –  los orígenes históricos de los flujos masivos de refugiados a Estados Unidos, que fueron perseguidos como inmigrantes ilegales económicos (economic ilegal aliens) hasta bien entrada la década de 1990, cuando las guerras de contrainsurgencia terminaron y a estos refugiados se les concedió el estatus temporal de protección temporal TPS (del que todavía dependen).


El término “liberal” se convirtió en un epíteto en Estados Unidos durante los dos mandatos de Reagan y el único de Bush padre, y se convirtió en algo casi tan repulsivo para los estadounidenses, adoctrinados como estaban por la Guerra Fría, como “socialista”. El término “conservador” recuperó un estatus respetable que no se veía desde la era anterior al New Deal. Pronto, los liberales del establishment se convirtieron en avatares “neoliberales” del conservadurismo de Reagan –los más destacados fueron Bill y Hillary Clinton, y más tarde Barack Obama y Joe Biden. Ese juego de manos ideológico hizo más lenta la marcha liberal hacia el olvido, pero no la detuvo.


El ascenso y radicalización del conservadurismo, que cobró fuerza en los años “neoconservadores” de Bush y Cheney, y aún más con las rebeliones sociales reaccionarias “astroturf” del “Tea Party” – manufacturadas por los financiadores y los medios derechistas durante los años de Obama –, hizo metástasis convirtiéndose en un verdadero movimiento populista de masas -el trumpismo MAGA-, que pronto se apoderó en los hechos de uno de los dos principales partidos del duopolio a partir de 2015, y sorprendentemente ganó la presidencia para el impresentable neofascista Donald Trump en 2016.


El abandono del liberalismo del New Deal y la reorientación hacia formas cada vez más radicales de conservadurismo se ha convertido en la clara e inconfundible trayectoria ideológica dentro del duopolio en el nuevo siglo, con cada vez más apoyo del electorado descontento con sus deterioradas condiciones de vida y en furiosa busca de chivos expiatorios a quién culpar.


En esta última categoría, hemos visto cómo el trumpismo MAGA se consolidó primero entre los blancos rurales dejados atrás, repletos de grupos supremacistas blancos/nativistas/neonazis y revanchistas Confederates, la clase trabajadaora abandonada por ambos partidos al servicio de la plutocracia y las clases profesionales, y los evangélicos más fanáticos usando abiertamente la xenofobia, el racismo, y la misoginia – y no se digan la homofobia y transfobia.


 Ahora, tras las elecciones de 2024, acabamos de presenciar cómo las bases sociales del proyecto MAGA neofascista se han extendido –de manera significativa, aunque diferencial– a todos los niveles de ingresos, etnias no blancas, grupos de edad, religiones y regiones geográficas. Y entre la plutocracia estadounidense, hemos presenciado la adopción pública y abierta del trumpismo MAGA por parte de un sector creciente de la clase multimillonaria, encabezado por Elon Musk, el hombre más rico del mundo.


En marcado contraste, los repetidos esfuerzos por volver a lanzar un “New New Deal” y embarcarse en un camino progresista/radical dentro de la otra mitad –la demócrata– del duopolio, simbolizada por las dos campañas presidenciales del senador socialista democrático Bernie Sanders, no tuvieron éxito, la primera vez a través del sabotaje liberal del DNC y la segunda vez por la apanicada unión de liberales negros y blancos en torno al viejo guerrero de la guerra fría Joe Biden para detener a Sanders, lo que refleja las contrastantes fortunas de los desafíos radicales de izquierda y derecha al duopolio. 


En 2024, el desafío progresista se desvaneció por completo, y el ala progresista del Partido Demócrata quedó subordinada a las fallidas campañas presidenciales liberales de Joe Biden y luego de Kamala Harris, quienes, como relojitos, viraron hacia la derecha en una búsqueda en vano de votantes republicanos descontentos con Trump, se volvieron más trumpistas que Trump en endurecer la frontera, y rehusaron denunciar y parar el genocidio en Gaza. Millones de votantes su base se quedaron en casa, mientras que Trump aumentó su base de votantes.


De la misma triste manera, las diversas rebeliones sociales del nuevo siglo –desde las movilizaciones del movimiento pro-derechos de los inmigrantes en 2006, 2010 y 2013/14, hasta el Movimiento Occupy contra Wall Street en 2011, las Marchas de las Mujeres en 2016 y años posteriores, el movimiento por la paz que surgió para oponerse a las guerras de Estados Unidos en Asia Central a principios de la década de 2000 y ahora la guerra en Gaza, las movilizaciones de Black Lives Matter de 2020, las protestas por el cambio climático desde 2018, la Marcha por Nuestras Vidas (contra la proliferación de armas) en 2018– todas llegaron y se fueron, movilizando a millones pero sin alterar el férreo control plutocrático del duopolio ni detener el regreso triunfal al gobierno federal del proyecto neofascista MAGA.


Hoy, estamos presenciando la ruptura inminente de las propias estructuras democráticas duopolísticas y su reemplazo inminente por un proyecto neofascista de imponer un gobierno autoritario, que no tiene ni la predilección ni la paciencia para dirigir una “democracia burguesa” o un gobierno pacífico basado en un liderazgo moral de alianzas sociales de Gramsci.


Así estamos hoy, y así es cómo lo que parecía la derrota unilateral y el rechazo de una de las ideologías rivales al final del orden mundial de la Guerra Fría establecido por Estados Unidos –el marxismo-leninismo– resultó haber sido simplemente la primera víctima de la revolución geocultural mundial de 1968; mientras que la desaparición de la otra ideología rival, el liberalismo wilsoniano/New Deal – legitimada por la derrota del fascismo europeo y el lanzamiento exitoso del modelo de capitalismo de alto consumo y socialmente inclusivo– tardó un poco más, cediendo terreno a desafíos conservadores cada vez más radicales desde los años 80 del siglo pasado, sólo para ser finalmente abandonada por la insaciable plutocracia que se alió con los sectores sociales más reaccionarios y, a falta de una alternativa radical de izquierda viable, lanzó un proyecto MAGA neofascista que ya se ganó a vastas franjas de la población estadounidense descontenta. Y con esta ominosa evolución hacia la extrema derecha, todo el orden institucional político, económico y social de la democracia estadounidense, tan laboriosamente construida, enfrenta hoy el peligro de su inminente desaparición y reemplazo por un gobierno abiertamente plutocrático, autocrático y antidemocrático, con gran apoyo popular y un líder supremo y absoluto – o sea, fascista.


En el plano nacional, eso significa la instauración de un Estado represivo que abolirá el contrato social de bienestar, inclusivo y expansivo, de la era liberal y buscará desmantelar las instituciones de la sociedad multirracial/multicultural y promover la supremacía blanca y patriarcal, derrumbando el muro de separación entre Estado e Iglesia. Esto encenderá rebeliones sociales extensas, que a su vez desencadenarán la represión violenta y desenfrenada de ellas por parte del Estado. Esta espiral de conflicto y caos se profundizará hasta que surja una nueva visión entre las fuerzas sociales que resisten al proyecto neofascista MAGA y sean capaz de establecer de algún modo un sistema político y de gobierno más participativo, equitativo y democrático que no esté en deuda con la plutocracia. 


Si surge y cuando surja semejante proyecto, tendrá que ir más allá de las formas claramente anacrónicas de la democracia burguesa como lo fue el viejo duopolio, y las desequilibradas  y no tan democráticas estructuras del gobierno federal estadounidense, y tal vez incluso ir más allá del propio capitalismo. De hecho, el planeta lo reclama para evitar más catástrofes ambientales y guerras mundiales.


Eso es algo que, considerando la evolución política doméstica e internacional, solo las fuerzas sociales progresistas podrán decidir hasta dónde llegar. Tal vez estarán a la defensiva por tiempo prolongado, tal vez pasen a la ofensiva más pronto de lo que creían. Pero de tendrán que resistir y contraatacar, forjando un robusto frente unido interseccional entre todos los movimientos sociales nacionales, transnacional en coordinación con los movimientos sociales en otros países, y antisistémico en su visión de forjar un otro mundo posible, sin duda tendrán que hacerlo.


Por lo pronto, en el plano internacional, Estados Unidos bajo el liderazgo de Trump 2.0 sin duda profundizará el caos en la gobernanza mundial y exacerbará las tensiones geopolíticas y económicas. El repliegue que se avecina en las políticas de libre comercio y la imposición de aranceles y otras medidas mercantilistas/proteccionistas sólo aislará aún más a Estados Unidos de la economía mundial, en beneficio del centro de gravedad emergente de la economía-mundo en el Este de Asia, centrado en China. En cambio, la región de América del Norte se fragmentará económica, social, y geopolíticamente, bajo el peso de las expulsiones masivas de inmigrantes y los ataques a las diásporas étnicas latinas estadounidenses, la imposición de aranceles onerosos a los países vecinos y las amenazas de intervencionismo militar estadounidenses. Los gobiernos y élites tendrán sus luchas internacionales allá arriba, mientras que acá abajo surgirán las luchas de resistencia entre las comunidades migrantes y diaspóricas.


Otras áreas del mundo –Europa y Oriente Medio, especialmente– se verán profundamente afectadas y desestabilizadas. Ahora que la apuesta de Joe Biden para unir a la OTAN en Europa, después de que Putin invadiera brutalmente Ucrania, para reafirmar la hegemonía estadounidense y luchar “hasta el último ucraniano” para degradar militarmente y paralizar económicamente al Estado ruso, ha fracasado, Trump bien podría sacar a Estados Unidos de la OTAN y dejar que Europa se las arregle sola. 


Los acuerdos climáticos colapsarán bajo el boicot estadounidense bajo el régimen de Trump, tan favorable al petróleo y el gas. Y Trump – que dejará que Israel prosiga con su genocidio en Gaza y su limpieza étnica en Cisjordania, bien podría dar luz verde a una guerra israelí con Irán y permitirle anexar Gaza y Cisjordania de manera permanente, ambas con consecuencias imprevistas. 


El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas seguirá completamente paralizado, en un momento en que el mundo necesita desesperadamente un liderazgo, sin ninguna perspectiva de reforma a la vista y continuamente bloqueado por vetos estadounidenses. Y no se diga el desacato a todas las órdenes de la Corte Criminal Internacional, y el abandono a toda ayuda humanitaria a refugiados y desplazados.


Los problemas sistémicos del mundo no tienen perspectivas de llegar a ninguna solución sistémica bajo Trump 2.0. A pesar de la urgencia y la gravedad de la situación, este giro inesperado hacia proyectos fascistas en el centro del sistema-mundo, y esta flagrante ausencia de una visión reagrupada, visionaria y emancipadora de un nuevo orden mundial más equitativo, justo y sostenible, son las dolorosas punzadas de un sistema social mundial capitalista que se niega a morir, y de uno nuevo que no ha podido nacer.


Mientras tanto, el daño al orden social estadounidense y al orden internacional será extenso. Las cosas empeorarán mucho antes de mejorar. Es muy posible que el proyecto neofascista trumpista MAGA se afiance indefinidamente y cause tales catástrofes que habrá que desalojarlo por la fuerza, mediante una combinación de presiones externas –por parte de la comunidad internacional – y la resistencia y rebelión interna de los sectores más golpeados y radicalizados del pueblo estadounidense, impávidos ante la represión que seguramente enfrentarán.


Nadie puede prever el futuro de la nación americana ni el futuro del mundo. Pero ambos están ahora en la balanza de la historia. Hacia dónde se inclinará la situación dependerá de cada uno de nosotros.




Por Dr. Santos, 20 de noviembre de 2024 [114º aniversario de la Revolución Mexicana]




Gonzalo Santos es profesor emérito de Sociología de la Universidad Estatal de California en Bakersfield. Puede contactarlo en gsantos@csub.edu.

 
 

Unidad Panamericana por Diego Rivera, 1940

bottom of page